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Politiquería: La Crisis del Evangelicalismo

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Lo que nos convoca aquí—y nuestra esperanza para el futuro—es el evangelio de Jesucristo. El gran amor y la misericordia de Dios derramados a favor del mundo son más profundos, amplios, fuertes y sabios que cualquier posible amenaza o peligro, competencia o distracción. Nuestra confesión común “Jesús es Señor” identifica el testimonio central de nuestra fe, al tiempo que identifica aquello con lo que nadie ni nada se compara: un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y padre de todos nosotros.

Lo que también nos convoca aquí es nuestro profundo afecto y gratitud hacia nuestra familia evangélica. Como alguien que se convirtió a Cristo siendo adulto, mi identidad de cuna no fue el evangelicalismo. Pero como alguien nacido de Cristo, el evangelicalismo pensante, fiel y humilde con el que me encontré ha sido y es mi hogar. Allí crecí en fe y allí he encontrado una amplitud de mente y de espíritu, y un celo de misión que me indica que estoy en casa.

Esta reunión, sin embargo, no es una ocasión para celebrar el evangelicalismo. Esta reunión surge más bien de la preocupación, el pesar y el desconcierto—aunque seamos demócratas o republicanos. Los cristianos en ambos partidos encontramos al candidato del otro partido claramente inaceptable, lo que conllevó a una división virulenta. Muchos se sintieron arrinconados, sin una opción genuina cuando los asuntos tratados son complejos y el temor es justificado. Esta no es la primera vez ni la última que el cuerpo de Cristo se reúne en actitud de lamento. Cuando los líderes evangélicos como nosotros se reúnen, con frecuencia se hace con un espíritu de esperanza optimista, conocido como “proseguir o seguir adelante” con el trabajo del evangelio. Para mí, este no es un tiempo de “proseguir”. Siento una urgencia personal para hacer un alto en el camino, orar, escuchar, confesar y arrepentirme, y quiero convocarnos a hacer lo mismo.

Solo el Espíritu “que está en el mundo para convencernos de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8) nos puede traer claridad acerca de la crisis que enfrentamos. Al haber buscado esa convicción del Espíritu, esto es lo que he llegado a creer: La crisis central que enfrentamos consiste en que el evangelio de Jesucristo ha sido traicionado y avergonzado por un evangelicalismo que ha transgredido su propia integridad moral y espiritual.

Esta no es una crisis impuesta desde afuera de la casa de la fe, sino desde adentro. El meollo de la crisis no es específicamente acerca de los debates sobre Trump, Hillary, Obama, el colegio electoral, Comey, Mueller, el tema del aborto, el LGBTQIA, o los designados a la Corte Suprema. Más bien, la crisis surge por la forma como un evangelicalismo tóxico ha tratado estos asuntos de tal manera que ha trastornado el evangelio en un simulacro de buenas nuevas. Hoy por hoy se da un despliegue público de una colusión indiscutible entre un evangelicalismo prominente y muchas formas insidiosas de poder político racista, misógino y materialista. El viento, la lluvia y los torrentes han venido y, como Jesús dijo, revelarán nuestro fundamento. En este momento del evangelicalismo, lo que las tormentas han expuesto es un fundamento no de roca sólida, sino de arena.

Esta no es una crisis que tiene lugar en el ámbito del lenguaje. Esto no se trata de quién es el dueño del término “evangélico” o quién lo define, o si uno escoge identificarse como tal o no. Es legítimo e importante debatir si y cómo el término “evangélico” puede en la actualidad ser utilizado en Estados Unidos para dar a entender algo más que un individuo blanco, teológica y políticamente, conservador. Pero eso en sí no es la crisis. La crisis no se da en el plano de nuestro léxico, sino de nuestras vidas y de un fracaso para encarnar el evangelio que predicamos. Es dable debatir si el término “evangélico” puede o debe rescatarse. Pero con lo que sí tenemos que lidiar es con la bancarrota actual con la que muchos asocian la vida evangélica.

Esta no es una crisis que tiene lugar en relación con la lealtad a un grupo, denominación o afiliación. La realidad variegada del evangelicalismo en Estados Unidos se evidencia en este salón. No tenemos una jerarquía, liderazgo ni estructura formal, ni hacemos parte de una sola organización, sino que hoy estamos tan organizados y divididos como lo hemos estado—para bien o para mal—durante la mayor parte de nuestra historia. Algunos desearían una distinción más clara entre los que se identifican como fundamentalistas y los que se identifican como evangélicos. Podríamos mirar las diversas tradiciones o geografías para explicar nuestra división. Estas distinciones sí son significativas, pero fácilmente pueden convertirse en chivos expiatorios o asignaciones de culpabilidad, distorsionando nuestra vocación de testigos del amor de Dios en un mundo de múltiples facetas.

Esto no es una crisis reciente sino una crisis histórica. Enfrentamos un panorama fantasmal con una sombra que se extiende más allá de las elecciones del 2016—una historia que ayuda a definir—la dimensión de pena, miedo, ira, ansiedad e injusticia de nuestro entorno. La colusión indignante de hoy entre evangélicos y el poder mundano es suficientemente problemática: más doloroso y revelador es que tal colusión ha sido nuestro hábito histórico. La colusión actual conlleva una continuidad asombrosa—y trágica—con el pasado.

Justo al lado de la rica historia de fidelidad al evangelio que el evangelicalismo ha afirmado, se despliega una complicidad destructiva con la cultura dominante y el poder racial. A pesar de la profunda confianza y retórica del evangelio, el evangelicalismo hace rato que vive en connivencia con un individualismo social devastador que defiende a la cultura dominante aun en contravía del mandamiento del evangelio de amar al “otro” como a uno mismo. No somos ingenuos en cuanto a la doctrina del pecado que hace primar los intereses de uno sobre los demás, pero hemos fallado en reconocer nuestra propia culpa en eso.

La confianza que profesamos en Jesús no ha llevado a los evangélicos a morir a sí mismos, sino que más bien, con frecuencia, justificamos nuestra propia asertividad— aun cuando ello implique complicidad en el sufrimiento y la muerte de otros. El escándalo asociado con el evangelio en nuestros días no es el escándalo de la cruz de Cristo, crucificado por la salvación del mundo. Más bien es el escándalo de nuestra propia arrogancia, no confesada ante la cruz, revelando un sentimiento hipócrita de superioridad que nos atrevemos a asociar con el Dios que murió para salvar al débil y al perdido.

Para aterrizar esto, permítanme seleccionar lo que considero las cuatro áreas principales en las que se ha manifestado esta transgresión del carácter espiritual y moral.

En primer lugar está el tema del poder

Nuestra confesión primaria de que “Jesús es el Señor” es una manifestación acerca del poder. “El evangelio es poder de Dios para salvación, primeramente de los judíos, pero también de los gentiles” (Ro 1:16). Esta es nuestra esperanza y confianza, y al igual que quienes procuran vivir en el reino de Dios, profesamos que Jesús es Señor y que cualquier otro poder tiene que ser reformulado a la luz de esta realidad. El apóstol Pablo lo describe así: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y, al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Fil 2:5-8).

En la mayor parte del último siglo, el evangelicalismo en Estados Unidos ha tenido una compleja relación con el poder. Por un lado, se ha sentido marginado y repudiado, derrotado y silenciado. Por el otro, con frecuencia parece que ha buscado—y aun adulado—el poder del mundo, reflejando en la iglesia formas de poder que son evidentes en nuestra cultura. (Recuerdo que estuve en una conferencia en la que anunciaron que debíamos regresar después de la cena para “una noche de adoración con cantantes de renombre”). Ha habido una relación amistosa con el poder político desde los tiempos de Billy Graham, pasando por la Mayoría Moral y la derecha religiosa, el Tea Party,4 y más recientemente con el voto evangélico de personas de raza blanca—cuyo resultado ha sido, como lo ha dicho el Presidente honorario del Movimiento de Lausana, Doug Birdsall, “Cuando buscas el término ‘evangélico’ en Google, te aparece Trump”.

Esto apunta a una crisis evangélica en varios asuntos de poder: racial, político, económico, cultural, la derecha contra la izquierda, republicanos contra demócratas, ricos contra los pobres, blancos contra negros, hombres contra mujeres, y así sucesivamente. Pero la obtención del poder era el propósito de Judas, no de Jesús. El pacto entre evangélicos y el poder, en el que se le ha vendido el alma al diablo—aun con la pretensión de actuar a nombre del reino—no puede celebrarse en nombre de Jesucristo sin traicionar la renuncia al poder inherente en la encarnación. “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito …” (Jn 3:16)

El abuso de poder es crucial en los debates nacionales del momento. Ya sea que pensemos acerca del militarismo de los Estados Unidos, o del encarcelamiento masivo, o del movimiento #MeToo (o el abuso de las mujeres en general), o los asesinatos, a manos de policías, de hombres negros, jóvenes, desarmados, o las acciones de la policía de inmigración contra los niños o adultos inmigrantes, o el uso y control de armas, o la política tributaria— todo esto tiene que ver con el poder. El aparente alineamiento evangélico con el uso del poder que busca la dominación, el control, la supremacía y la victoria sobre la compasión y la justicia, asocia a Jesús con las estrategias del César, y no con las buenas noticias del evangelio.

En segundo lugar está el tema racial

La Biblia reconoce a todas las personas con su completa humanidad, hechas, asombrosa y maravillosamente, a la imagen de Dios, tejidas en el vientre de sus madres. Todos han pecado y están destituidos de la gloria de Dios, no solo quienes llegan como pobres, inmigrantes que trabajan duro huyendo de la violencia o los que se desvanecen en cárceles privadas. Todos están muertos y en Cristo se les ha dado vida, y la evidencia de la resurrección es que el cuerpo peculiar del pueblo de Dios, una nueva humanidad de judíos y gentiles, esclavos y libres, hombre y mujer, está llamado a ser la evidencia de un Dios resucitado. Esta es la gloria de la creación y de la nueva creación.

Los que entre nosotros somos evangélicos blancos debemos reconocer que nuestra historia está entrelazada con, y con frecuencia responsable de, mucha de la violencia y opresión alrededor de la injusticia racial en nuestra historia estadounidense. Las historias de los pueblos nativos (indígenas) estadounidenses, afroamericanos, latinos, o asiáticos en la historia de los Estados Unidos de América no pueden ser contadas verdaderamente sin referirse al papel de los evangélicos blancos que testificaron de un Dios de redención, pero cuyas opciones teológicas, políticas, sociales y económicas contribuyeron al sufrimiento y a la injusticia. Con frecuencia, las historias de devastación están ausentes de una narrativa más alegre de los evangélicos blancos de una vida de tierra prometida, o han sido enterradas en una historia desinfectada que presume que las injusticias pasadas no son relevantes para la gente de color de hoy en día—a pesar del hecho de que casi toda la gente de color experimenta el racismo y sus implicaciones cada día en toda la nación, incluyendo la gente de color que se encuentra en este salón hoy.

Esta realidad no reconocida del racismo evangélico de personas de raza blanca permea la vida de los Estados Unidos de América y su mecha fue prendida por la retórica de nuestra vida nacional en años recientes—ya sea en referencia a Ferguson, o Charlottesville, o “países de estiércol” percibidos como carentes de valor. La historia de personas de raza blanca narra la historia de los héroes de los Estados Unidos de América, y la historia de los evangélicos de persona de raza blanca percibe a esas “buenas personas” como la providencia de un Dios bueno y fiel. Cuando algunos evangélicos de raza blanca de manera triunfante proclaman que ahora tenemos “el mejor presidente que la derecha religiosa haya tenido”, la crisis que pone en la palestra para millones de personas de color no es tanto una crítica a nuestro presidente como una crítica al evangelicalismo de personas de raza blanca y a un evangelio racista.

En tercer lugar está el tema del nacionalismo

Una de las tentaciones particulares de Israel fue la de suponer que como el Dios de Israel es grande, el pueblo de Israel también debía ser grande. Con razón Dios tuvo que recordarles que “El SEÑOR se encariñó contigo y te eligió, aunque no eras el pueblo más numeroso, sino el más insignificante de todos …” (Dt 7:7). Frente a la grandeza del Dios de Israel, se nos recuerda que una vida nacional debe estar centrada, no en su propia grandeza, o como derecho del pueblo, sino más bien fundada en gratitud, fidelidad y humildad ante Dios y, a la luz del Nuevo Testamento, en servicio al Dios que dio a su Hijo por amor al mundo.

En dramático contraste, el nacionalismo asigna el lugar principal a nosotros mismos, a afirmaciones regionales o nacionales de primacía y de búsqueda de poder y éxito, control y dominación, legitimando la violencia y procurando la victoria. El nacionalismo revela que hemos asignado un mal orden a la adoración. El nacionalismo motivado por la religión convierte a Dios en nuestro diosecito local, una deidad sujeta a nuestros antojos.

En el mundo complejo de política y economía globalizadas, de religión y militarismo, de mercados y globalización, la condición de nación hace parte de un panorama cambiante de poderes y fuerzas humanas. En una jerarquía cristiana de valores del reino de Dios, la condición de nación tiene un lugar legítimo, pero no es un lugar central ni el de mayor importancia—y nunca un lugar que desplace la autoridad de Dios.

El hecho que evangélicos de raza blanca acojan una plataforma y lucha que promueve, prioriza y defiende a los Estados Unidos por sobre toda otra consideración equivale a practicar una idolatría, que siempre ha demostrado ser desastrosa. El respeto por la condición de nación, incluyendo asuntos fronterizos y migratorios, el estado de derecho, tanto internamente como en el campo de las relaciones internacionales, son ciertamente valores legítimos. Sin embargo, el uso de una retórica humillante contra otras naciones, especialmente países con personas de raza negra que enfrentan desafíos de pobreza y guerra, no solo confunde, sino que atenta contra la dignidad, el valor y la verdad del evangelio. Ello también atenta contra la gente que, de otro lado, decimos ver, servir, acompañar y amar—pueblos a los cuales, irónicamente, los evangélicos de los Estados Unidos de América envían millones de dólares para misiones y evangelismo. Un debate legítimo sobre legislación y prácticas de inmigración es ciertamente necesario, aunque sea difícil. Pero el debate se distorsiona si comienza con presuposiciones nacionalistas.

La retórica del gobierno actual puede que sea odiosa, peyorativa y generalizante contra nuestros vecinos internacionales—y, sin embargo, nosotros también reflejamos un evangelio de falsas buenas noticias cuando ignoramos cualquier necesidad o preocupación que amenaza nuestros propios intereses. En una población pluralista, los debates sobre asuntos como la política migratoria son legítimos y muy seguramente contenciosos. Pero cuando parece que los evangélicos blancos promueven sus propios intereses a través de un discurso político que es nacionalista y que menosprecia a otros, nuestros compromisos más importantes no reflejan a Jesucristo, sino que por el contrario reflejan un corazón frío.

El pueblo de Dios está llamado a seguir a un Dios que ama aun a sus enemigos, como bien lo ejemplifica la vida de Jesús. Esto es parte del llamado a una vida nueva y peculiar. Ello no implica que así tenga que ser nuestra política exterior, sino que establece unos estándares más severos y exigentes para el pueblo de Dios, apelando a nuestras conciencias para los asuntos relacionados con política exterior que tienen que ver con los ciudadanos de países extranjeros, militarizados y aun violentos, que son igualmente amados por Dios.

En cuarto lugar está el tema económico

Es muy difícil leer la Biblia e ignorar el corazón de Dios a favor de los pobres y los vulnerables. La fidelidad a la que Israel está llamado incluye límites a la riqueza personal, mayordomía por el bien común, y ayuda y provisión para los pobres, el extranjero y la viuda. Mucho antes que se desarrollara el capitalismo de mercado, el Dios de Israel, el Dios revelado en Jesucristo, mostró sus inclinaciones a favor de la misericordia con justicia para los pobres. Esta fue una de las prioridades y prácticas distintivas de Israel.

La vida de Jesús destaca estos temas durante su ministerio público. Los peligros del poder y de la avaricia, fortalecidos por los sesgos del dinero y de la riqueza, distorsionan nuestras vidas. La fidelidad de los cristianos en nuestra visión y práctica social y económica debe reflejar a Dios, quien reordena todas estas cosas para los propósitos de su reino. Las prácticas sociales de la iglesia deben demostrar la presencia de Dios como luz y sal en un mundo que, por el contrario, está lleno de tinieblas y falta de sabor.

Los evangélicos de los Estados Unidos se han dividido con frecuencia sobre el sentido de la vida a este lado de la eternidad; algunas veces entendiendo lo escatológico en formas que marginan el significado de lo económico o de la raza. No obstante, la magnanimidad llena de gracia del corazón de Dios debe ser visible en la misma magnanimidad y gracia que nosotros disfrutamos al compartir la mesa y que es demostrada hacia nuestro prójimo.

Cuando los evangélicos de raza blanca, desde posiciones prominentes y pudientes, hablan sobre lo que es justo y benéfico para la sociedad, y al mismo tiempo aprueban leyes y reformas tributarias que crean más deuda pública y mejoran aun más los ingresos del 1% de la élite—mientras reducen servicios y ayudas para los niños, discapacitados y pobres, que terminan siendo castigados como si fueran privilegios indignantes—uno tiene que preguntarse cómo se conjuga esto con ser seguidores de Jesús. Por supuesto que se puede y se debe debatir sobre las complejidades del apoyo social a los más vulnerables en nuestra sociedad, pero cuando los instigadores del cambio sirven más bien los intereses elitistas e ignoran al 99%, es muy difícil reconocer la influencia de la narrativa del Evangelio sobre la compasión, y ello sin hablar de justicia.

Todavía evangélicos o evangélicos, a pesar de todo

Al repasar todo esto, me veo forzado a postrarme de rodillas en confesión, con la confianza que “el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús” (Fil 1:6). Aunque me gustaría pensar que todo esto tiene poco que ver conmigo o con mi punto de vista evangélico, sé muy bien que estoy entre los culpables. La condenación por una vida evangélica mediocre se me adhiere más estrechamente de lo que puedo ver o saber. Ello tiene implicaciones significativas para lo que conlleva ser presidente de un seminario teológico evangélico de bastante estima— que tiene una gran diversidad racial pero en el que todavía predomina una cultura de raza blanca (aun en los niveles altos del liderazgo); que tiene representación de 70 países en su alumnado pero que todavía tiene una fuerte orientación occidental; que afirma fuertemente a las mujeres en el ministerio y en el liderazgo pero que todavía se queda corto en el empoderamiento de sus voces.

Lo que me trae esperanza es algo registrado al final del Evangelio según Mateo. Mateo 28 contiene la gran comisión y el llamado a la acción de nuestra identidad evangélica, pero con frecuencia se deja de notar la afirmación justo antes de la misma comisión. El texto dice llanamente, “Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña que Jesús les había indicado. Cuando lo vieron, lo adoraron; pero algunos dudaban”. Jesús dio la gran comisión, de todas maneras, a un grupo incompleto de los 12, entre los que habían creyentes/dudosos, no tan seguros. Desde el comienzo, él llamó a la obra a creyentes/dudosos, de manera que puede que él todavía use a evangélicos de los Estados Unidos también. En vez de tomar una actitud a la defensiva, la invitación es a tomar una actitud de arrepentimiento y de esperanza que Dios, a pesar de todo, nos hará verdaderos seguidores del Evangelio, justo en el corazón de nuestra asociación. La misión evangélica es de Dios desde el comienzo y hasta el final.

El Señor Jesucristo nos convoca aquí para un verdadero trabajo. Que ese trabajo sea de gracia que nos mueve al arrepentimiento, guiándonos a un cambio personal y sistémico. Que nos conduzca a espacios más profundos de la vida y el corazón de Dios.